En Vivo

10 de diciembre de 2020


Hay situaciones donde desafiar la velocidad de las redes sociales se torna necesario. A veces, preciso parar la pelota, llevarla contra la raya tratando de ganar algo. Un córner. Un lateral. Una falta. Algo. Algo que me de tiempo cuando parece no haberlo. Tiempo para acomodar las ideas en línea con las palabras porque no me permito pifiarla, en estos casos. Tiempo, también, para escuchar, observar y leer a los que lo vivieron y conocieron de manera directa.

La partida de Alejandro Sabella, es una de esas situaciones. Lo es porque me siguen retumbando y generando admiración muchas de sus expresiones y muchas de sus acciones. Lo es porque lo que he escuchado, observado y leído de quienes precisaba hacerlo, no difiere en nada de mis percepciones. 

Admiro, en primer lugar, su capacidad para convencer a los futbolistas, para captar su convicción desde la docencia, para dialogar, discernir y concluir colectivamente.

Admiro, luego, muchas otra cosas.

Su conocimiento de la historia y su aptitud para utilizarla en este deporte, referenciándola en valores tan nobles como necesarios, como lo son la generosidad, el espíritu de equipo y la obligación de entender a lo colectivo como lo prioritario.

La persuasión que ha tenido para hacer carne en sus grupos esa célebre frase que habitualmente nos roza más de la cuenta y que habla de dar todo por el de al lado sin esperar nada. De entregarse a una causa mayor.

Que haya logrado transmitir la idea de que perder con dignidad no significa perder menos, pero sí significa perder mejor. Porque dado hasta lo que no se tiene, aceptar la derrota habla de integridad. Más aun cuando se pierden finales del mundo y por muy poco, con los colores patrios o con los colores Pincha de su corazón. 

Su seguridad para sostener una idea, más allá de los dibujos, con pasión. Teniendo la maravillosa virtud de hacerlo sin denostar ninguna otra idea. Mostrando una amplitud y un respeto a las demás formas propias de un humilde genio.

La ubicuidad para colocar el respeto y su ausencia en el lugar justo y no donde las mayorías lo ubican.

La sencillez de defenderse y presentarse por su trabajo, y punto. De exigirle a su propia tarea, intensa y vocacional, que sea su carta de presentación.

El poder para cautivar a sus equipos de trabajo apoyado en un lenguaje llano, pero muy profundo y emotivo, sin estridencias ni humaredas, pero con la contundencia de un buen líder.

Y por último, la búsqueda honrosa del único móvil que aceptaba para trascender: el prestigio. Ni la fama ni la popularidad: el prestigio. Una construcción lenta pero sólida, como sus promesas y su camino.

Se fue, en parte, un tipo útil y necesario como pocos. Docente y decente. Un órgano de consulta permanente para quienes piensan que los valores sensatos y el fútbol pueden caminar de la mano.

Se fue en parte, porque vive en el recuerdo de muchos que vimos de su mano a nuestro seleccionado jugar una final del mundo por primera vez. Se fue en parte, porque su legado vive, con el calor del fuego, en el corazón y la razón, de quienes abrazan el fútbol y la vida a través del cristal de sus valores.