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Crítica de Akelarre

23 de marzo de 2021


Akelarre está situada en el País Vasco, 1609, los tiempos oscuros de la Inquisición española. Ana (Amaia Aberasturi) y sus hermanas y amigas son jóvenes tejedoras que en sus momentos de ocio se internan en los bosques a jugar. Solo cantan y bailan pero esas acciones son suficientes para que el séquito enviado por la Corona Española las secuestre abruptamente acusadas de brujería. Con más de 70 ejecuciones, la misión del juez Rostegui (Alex Brendemühl) ya limpió de “brujas” casi todo el territorio, únicamente quedan las pequeñas aldeas de marineros, donde las mujeres viven solas gran parte del año.

Arrojadas a un establo que oficiará de calabozo, las chicas al principio no entienden qué pasa. Las sacan de los pelos y las interrogan de a una, las torturan por negar que son brujas, las manipulan psicológicamente, tratan de que desconfíen las unas de las otras. La nueva del grupo, que las demás apenas conocen, capaz lo sea, dudan. La violencia no para de aumentar y se vuelve intolerable. Cuando el grupo de chicas, al borde de la quiebra física y mental, ya no canta ni resiste, Ana toma la posta y miente para, al menos, salvar las demás: confiesa que ella es la única bruja y que hechizó a las otras para llevar a cabo el sabbat en el bosque, esa danza macabra que invoca al diablo. Así, cual Sherezade en Las mil y una noches, Ana comienza a contar historias para no morir. Se da cuenta que inventar hechizos y falsos rituales les hace ganar tiempo para evitar la hoguera, hasta que vuelvan los marineros y las rescaten. Sí, incluso siendo “las malas de la película”, las chicas necesitan de los hombres para salvarse. Paradojas de una lógica que ubica a la mujer tanto en el lugar de víctima como de victimario.

Esta coproducción entre Argentina, España y Francia, hablada en español pero también en euskera, bien podría ser una película de género más del montón, llena de efectos especiales y brujas que vuelan en escobas. Pero es mucho más que eso. Con un registro realista –de hecho está libremente basada en las memorias del juez francés Pierre de Lancre, aquí homologable al personaje de Rostegui-, Akelarre plantea un enfoque original y novedoso cuya temática sí es de género, pero no en términos cinematográficos: aquí se muestra el perpetuo arraigue de la cosmovisión patriarcal del catolicismo que ya en el siglo XVII (aunque, claro, esto se remonta a mucho antes, a la Biblia misma) viene haciendo estragos en las mujeres de occidente con prácticas tan atroces como la caza de brujas.

Akelarre, de Pablo Agüero
Otro acierto de la película, más liviano y soñador, es la idea del poder de lo lúdico, tanto en su dimensión corporal a través de la actuación y el baile -se menciona el curioso caso de “la epidemia de baile” de 1518-, como imaginativa para crear historias y representar falsos sabbats y maleficios. Ana ve que funciona, el juez y los suyos están embelesados -se destacan Daniel Fanego como el consejero y Asier Oruesagasti en el papel del Padre Cristóbal, ambos aportando sutiles toques cómicos-. Ninguno quiere ni puede dejar de escuchar. Sugestión o no, Rostegui está totalmente hipnotizado y se desliza en el espectador la duda y la tensión por la posible irrupción del elemento fantástico. ¿Qué está pasando acá? ¿Quién o qué es Ana realmente? Ana entra en confianza y se ceba. Inspirada, da rienda suelta a ficciones que por momentos parecen fábulas grotescas. En esos momentos la película toca un humor muy fino y arriesgado, una especie de sátira que pone en ridículo las insólitas creencias católicas, gesto que cualquier ateo agradecería encantado.

Más allá de las interesantes premisas de Akelarre, los aspectos formales como la fotografía y el montaje también resultan inmejorables. El elenco también es excelente, destacándose el trabajo del grupo de chicas (se completa con Yune Nogueiras, Jone Laspiur, Irati Saez, Garazi Urkola y Lorea Ibarra), que además de su prodigiosa expresividad física y gestual, llevan adelante la película en una puesta minimalista, casi teatral, anclada en ese aposento lleno de fardos de heno.

El juez Rostegui dice frases como: “no hay nada más peligroso que una mujer que baila” o “si no las detenemos a tiempo, esas brujas perversas van a invertir el orden del universo”. Expresiones que no hacen más que resonar estrepitosamente hasta un presente en donde esos mismos dichos, con cambios mínimos -deme “puta” o “feminazi” por “bruja”-, salen de la boca de abusadores para justificar sus actos de violencia, o de personas que rechazan los movimientos feministas por, quizás, no entender sus verdaderos objetivos de igualdad de derechos. ¿Y qué tal ésta? “Lucifer sabe muy bien que solo las mujeres de físico encantador y delicado, recién salidas de la infancia, pueden hechizarnos hasta el punto de volvernos animales voraces, en perros consagrados al placer”. Tan familiar como chocante.

Aun así, el film logra transmitir un mensaje con muchísima potencia y claridad sin volverse panfletario. Puede generar, más que nada, cierta angustia y desconcierto cómo esta pequeña muestra de revisionismo histórico nos dice que desde hace siglos cada aspecto de la civilización humana se fue forjando en detrimento de las mujeres. Ni siquiera las creencias más descabelladas escaparon de la lógica para someterlas de alguna u otra manera.

Fuente: indiehoy