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30 de marzo de 2019


Fútbol

El fútbol es un lugar amplio, tan amplio que en el cabemos todos los que lo amamos sin importar origen, género, edad ni estatus social. Todos los que lo practicamos en sus múltiples formas somos futbolistas. Es tan equivocado reducir a la categoría de futbolista solamente al que lo hace profesionalmente como considerarlo un producto, un objeto mecanizado, robótico e insensible.

Como diría el gran Kurt Lutman, hay muchos tipos de fútbol. Todos iguales de valiosos, todos disparadores de emociones incomparables y todos con la capacidad de marcarnos el estado de ánimo por varios días.

Es imposible negar el profesionalismo amateur del que juega una liga menor, el compromiso del que patea los sábados con los amigos, el entusiasmo del que hace una mareadita en la plaza o en el baldío o las ganas de los veteranos de ganar cada semana aun al costo de renguear hasta el otro fin de semana.

Pero a todos ellos, incluidos los que vemos por tele jugando en Superliga o en Europa, debemos considerarlos futbolistas. Porque realmente lo son. Emocionalmente juegan al fútbol buscando la felicidad.

Ahora bien, ese aislamiento, esa reducción que busca hacerse del futbolista profesional genera un ostracismo poco feliz. Lo acerca al personaje de un videojuego, incapaz de equivocarse y capaz de ganar siempre. Lo cosifica, por su valor de mercado. Lo aleja de la idea del ser humano que juega al fútbol por el simple hecho de que genera muchos ingresos. Lo transforma, en definitiva, en una mercancía inerte.

Ese es el primer gran desenfoque. Cualquier futbolista, por enorme que sea su aura de talento, es antes una persona. Con sus problemas, sus desventuras, sus temores y sus virtudes. Diferentes quizá; alejadas de la necesidad económica, seguramente; pero no por ello menos humanas que las del resto.

Una buena parte de la sociedad, comunicadores incluidos, han criminalizado errores deportivos –involuntarios por su naturaleza- colocándolos a la altura de delitos premeditados, de guantes negros y blancos.

La condena social por marrar una ocasión de gol ha expuesto a Gonzalo Higuaín mucho más que al peor ladrón o al peor político de este país. Aunque, estos últimos, tengan causas probadas.

El problema no es el delantero del Chelsea, allí hay otro desenfoque brutal. Porque sin él, aparecerá otro que absorba el escarnio público, el lugar de responsable de todos los males domésticos.

Desde ese punto debe empezar el cambio. La sociedad debe reconsiderar el valor que le otorga a un resultado futbolístico, algo que afecta el ánimo de la semana pero que lejos está de generar inflación y corridas cambiarias.

Pero en el mientras tanto, ese que será lento y probablemente inalcanzable en el corto plazo, hay herramientas a mano para amortiguar la justicia social que mide al jugador.

Por ejemplo, educar desde el deporte al futbolista para que se reconozca como un ser normal que juega a la pelota. Como una persona vulnerable e imperfecta que no debe cargar con las frustraciones cotidianas del resto de sus compatriotas.

Para ello hay nombres, seres de luz que ilusionan como el de Pablo César Aimar, que es presente y es futuro desde un cargo silencio y vital. Hace un par de años, a cargo de la Selección Nacional Sub15 expresó que su objetivo principal era hacer mejores personas a los chicos. Hace un par de días, reconoció que esos mismos pibes, ya en el Sub17, saludaron a sus pares uruguayos luego de caer 3 a 0 en el arranque del Sudamericano porque entendieron que uno es jugador de fútbol tan solo dos horas al día.

Se predica con el ejemplo, se crece con formación. Ahí están, en parte, las respuestas para intentar modificar el rumbo colocando al fútbol en su sitio.

No cuesta nada intentarlo. En definitiva, no será la primera vez que los chicos nos enseñen a los grandes...