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Dosificar el cariño pendular

La opinión de César Carignano sobre la euforia que envuelve al seleccionado masculino argentino de fútbol

11 de septiembre de 2021


El pitazo final del uruguayo Ostojich; el capitán cediendo sobre sus piernas para terminar arrodillado con sus manos cubriendo el rostro y recibiendo mil lágrimas viejas, cargadas de más de cien batallas en celeste y blanco; sus compañeros, al unísono, en el momento en que solo se siente, corriendo a rodearlo con sus brazos para armar una madeja inquebrantable; todos cantando con la boca llena de campeón; el 10 y el entrenador fundiéndose en un abrazo que dice todo lo que un abrazo suele decir cuando se da con esa intensidad; y la gente agolpándose a lo largo y a lo ancho del país gritando que todos somos campeones cuando en la derrota solo pierden ellos, los que juegan. Ellos y solo ellos.

Por eso, cuidado. Dosificar el cariño pendular, ese que depende del resultado, es clave para no desviar el camino.

El estadio Monumental preparó odas para cada futbolista. ¿Merecidas? Si. ¿Excesivas? También. Y allí es clave encontrar el siempre complejo equilibrio. Postergar el festejo pensado como previa para que sea desenlace fue correcto. Pero fue decisión de los que juegan y entrenan, no de los que comendan. En algún punto se entiende porque los logros tienen muchos más responsables que las caídas y porque la utilización de una sonrisa colectiva para construir poder es moneda corriente en este suelo.

El callejón del medio no es algo instalado como valorable en los últimos años, las radicalizaciones buscan más bien consolidar heridas que construir su cicatrización. El triunfo interminablemente celebrado y la derrota interminablemente expuesta son las dos caras de una moneda sin canto, cada vez más fina. Y el fútbol convive con esa delgada línea que separa el ganar del perder, el servir del no servir.

Por eso, cuidado. Dosificar la algarabía colectiva, esa que depende de la histeria de una pelota por encima del camino transitado es necesario.

En la emoción de Messi está la descarga de sus años albiceleste pero también los de Di María que tal vez llore su emoción hacia adentro. Pero es la emoción, además, de los Mascherano, los Higuaín, los Zabaleta, los Gago, los Lavezzi y muchos más. Los Ayala, los Samuel, los Scaloni, los Aimar, hoy parte de este mismo proceso, también comparten esa emoción. Los Crespo, los Zanetti, los Ortega, los Maxi Rodríguez sintieron lo mismo cuando vieron al capitán desnudar su corazón. Es la emoción de los que no dejamos de creer nunca porque el compromiso de Lio y compañía generaba esperanza. Pero es la emoción oportuna del que no creía, ni cree probablemente, al mismo tiempo.

La clave es no confundirse. Un logro es un bálsamo, no una curación porque el fútbol vuelve a exigir la mañana siguiente al suceso alcanzado y vitoreado. Las mieles duran un tiempo y la exigencia no se toma descanso. El exitismo lo impone y las sociedades como la nuestra, lo acatan.

Por eso, ojo, muchachos. La soledad puede volver en cualquier momento si el camino de los resultados se tuerce, aunque el rumbo futbolístico, el de las intenciones y las ideas, siga intacto.

Desenamorarse de los laureles es necesario, como lo han hecho tras la consagración. Para ello se precisa un liderazgo claro y una mentalidad tenaz, hambrienta, insaciable. Porque pocos perdonamos una siesta con estos colores. Los rivales no lo harán y menos aun con tamaño estampe en el centro del pecho. Los carroñeros tampoco.

Es momento de seguir alimentándose, como lo han demostrado hasta aquí, de lo conseguido y no de empacharse con recuerdos. Es tiempo de llenar las mochilas vacías de piedras de sueños e ilusiones porque de eso nos alimentamos todos cuando alguna cadena logramos romper. Futuro sobra, si los pies siguen sobre el césped y las ilusiones por las nubes.

Pero cuidado, porque el clamor de las multitudes es tan variable como el destino de una pelota, esa que sonríe cuando decide pegar en el palo y entrar. Esa que da la espalda, cuando decide pegar en el palo y salir.

A nadie le importó demasiado las formas de ese triunfo ni la resistencia extendida en casi todo el juego ante un rival peligrosísimo. A nadie le importó eso porque se ganó. Y las finales se ganan, claro. ¿Cuánto importa el cómo? Nada. Nada importa para los millones de campeones.

Pasaron casi treinta años para levantar una copa a este nivel. Pasaron mundiales juveniles, Juegos Olímpicos y varios subcampeonatos de largo. Pero no un título de este calibre. Y los que creyeron en que eso serviría de base fueron pocos. Algunos están y predican su filosofía de vida deportiva en cada reencuentro en Ezeiza. Algunos de traje seguramente habrá también. Algunos de ropa deportiva como el inconmensurable Dady Dandrea, claro que existen. Y valen oro.