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"The Eddy", el estreno fuerte de Netflix

03 de julio de 2020


“Cuando me besas en la mañana / deberías llamarme tarde en la noche / Nunca te digo lo que estoy pensando / y sin embargo siempre pareces entenderlo”. La voz y la imagen les pertenecen a la actriz y cantante polaca Joanna Kulig , reconocida internacionalmente por su participación en dos largometrajes de su coterráneo Pawel Pawlikowski, Ida y Cold War. En ambos proyectos le tocó encarnar a jóvenes cantantes en tiempos de posguerra y su rol protagónico en el segundo de esos títulos ofreció una de las actuaciones más intensas y desgarradoras del cine europeo de los últimos años. En The Eddy, la miniserie estrenada en la plataforma Netflix hace apenas dos días, la siempre rubia Kulig adopta el nombre de Maja, otra cantante con fortalezas y fragilidades a flor de piel. Aunque, en este caso, el trasfondo no es histórico sino contemporáneo y las calles que desembocan en el local de jazz donde se presenta junto a su banda son las de la capital francesa. Maja es apenas uno de los personajes que todas las noches se encuentran en The Eddy, el local en cuestión, y la creación del dramaturgo y guionista Jack Thorne –cuyos pergaminos televisivos incluyen la miniserie Glue y la reciente His Dark Materials– se enlaza amorosamente con la extensa tradición de los cuentos corales. Coproducidos por compañías estadounidenses, alemanas y francesas y hablados en partes iguales en inglés y en francés –con toques de árabe, polaco y español– los ocho episodios describen los amores y amistades, pactos y traiciones, alegrías y tristezas de un grupo de músicos, pequeños empresarios y seguidores del jazz contemporáneo en el marco de un barrio parisino marcado por las cruzas culturales, raciales y religiosas. A pesar de ese carácter colectivo, reforzado por el hecho de que cada episodio lleva el nombre de un personaje, existe un protagonista que casi siempre lleva las riendas del relato: Elliot Udo, el pianista semi retirado, compositor y conductor de un sexteto de jazz (además de uno de los dueños del bar The Eddy) interpretado con carácter por André Holland, el actor de Luz de luna y Selma: El poder de un sueño.
Exiliado por decisión propia en París, Elliot –neoyorquino hasta la médula– lleva en su rostro las marcas de las decepciones y los traumas, tanto los profesionales como los personales, y sobre sus hombros se posan en cierta medida muchas de las ambiciones y deseos del resto de sus colegas y amigos. En el primer episodio, dirigido por uno de los realizadores jóvenes de más alto perfil en Hollywood, Damien Chazelle, el hombre descubre que su amigo del alma y socio comercial, Farid (Tahar Rahim, el protagonista de Un profeta), ha estado comprando alcohol más barato en el mercado ilegal, lo cual pone al local en una situación aún más delicada que la que ya se encontraba. Esa misma noche intentará sin éxito tentar a un representante de una discográfica para que “fiche” a su banda, que precisamente esa velada parece algo desangelada. Pocas horas más tarde, recibirá en el aeropuerto a su problemática hija adolescente, Julie, quien ha dejado de vivir junto a su madre en los Estados Unidos para mudarse una temporada junto a él. La intensidad de todo lo que ocurre durante esos primeros setenta minutos de la serie jamás podría definirse como moderada. Ni a nivel emocional ni musical. El pasado mes de febrero, en el marco del Festival de Berlín, poco antes de que las salas de cine del mundo comenzaran a cerrar y el streaming se transformara en amo y señor del universo audiovisual, el prolífico Jack Thorne describió en una entrevista con The Hollywood Reporter el origen del proyecto. “El director y productor Alan Poul fue quien estuvo detrás de todo desde un principio. En aquellos tiempos, allá por 2013, Alan vio en el Festival de Sundance un cortometraje de un joven realizador llamado Damien Chazelle, Whiplash, y, casi al mismo tiempo, un show que había hecho yo llamado The Last Panthers y pensó que podría interesarme participar en una serie acerca de una banda. Poco después me envió una copia de Whiplash, que a esa altura ya era un largometraje, y fue allí donde pensé que debía trabajar junto a Chazelle”. Sin embargo, debieron pasar varios años para que los pasos del director y el guionista se pusieran en sincro; en el camino, el joven de Sundance se transformó en niño mimado de la industria y el guionista comenzó a desarrollar, entre otros proyectos, una serie de historias que darían como resultado final The Eddy.
“Cuando me besas en la mañana / deberías llamarme tarde en la noche / Nunca te digo lo que estoy pensando / y sin embargo siempre pareces entenderlo”. La voz y la imagen les pertenecen a la actriz y cantante polaca Joanna Kulig , reconocida internacionalmente por su participación en dos largometrajes de su coterráneo Pawel Pawlikowski, Ida y Cold War. En ambos proyectos le tocó encarnar a jóvenes cantantes en tiempos de posguerra y su rol protagónico en el segundo de esos títulos ofreció una de las actuaciones más intensas y desgarradoras del cine europeo de los últimos años. En The Eddy, la miniserie estrenada en la plataforma Netflix hace apenas dos días, la siempre rubia Kulig adopta el nombre de Maja, otra cantante con fortalezas y fragilidades a flor de piel. Aunque, en este caso, el trasfondo no es histórico sino contemporáneo y las calles que desembocan en el local de jazz donde se presenta junto a su banda son las de la capital francesa. Maja es apenas uno de los personajes que todas las noches se encuentran en The Eddy, el local en cuestión, y la creación del dramaturgo y guionista Jack Thorne –cuyos pergaminos televisivos incluyen la miniserie Glue y la reciente His Dark Materials– se enlaza amorosamente con la extensa tradición de los cuentos corales. Coproducidos por compañías estadounidenses, alemanas y francesas y hablados en partes iguales en inglés y en francés –con toques de árabe, polaco y español– los ocho episodios describen los amores y amistades, pactos y traiciones, alegrías y tristezas de un grupo de músicos, pequeños empresarios y seguidores del jazz contemporáneo en el marco de un barrio parisino marcado por las cruzas culturales, raciales y religiosas. A pesar de ese carácter colectivo, reforzado por el hecho de que cada episodio lleva el nombre de un personaje, existe un protagonista que casi siempre lleva las riendas del relato: Elliot Udo, el pianista semi retirado, compositor y conductor de un sexteto de jazz (además de uno de los dueños del bar The Eddy) interpretado con carácter por André Holland, el actor de Luz de luna y Selma: El poder de un sueño.

Exiliado por decisión propia en París, Elliot –neoyorquino hasta la médula– lleva en su rostro las marcas de las decepciones y los traumas, tanto los profesionales como los personales, y sobre sus hombros se posan en cierta medida muchas de las ambiciones y deseos del resto de sus colegas y amigos. En el primer episodio, dirigido por uno de los realizadores jóvenes de más alto perfil en Hollywood, Damien Chazelle, el hombre descubre que su amigo del alma y socio comercial, Farid (Tahar Rahim, el protagonista de Un profeta), ha estado comprando alcohol más barato en el mercado ilegal, lo cual pone al local en una situación aún más delicada que la que ya se encontraba. Esa misma noche intentará sin éxito tentar a un representante de una discográfica para que “fiche” a su banda, que precisamente esa velada parece algo desangelada. Pocas horas más tarde, recibirá en el aeropuerto a su problemática hija adolescente, Julie, quien ha dejado de vivir junto a su madre en los Estados Unidos para mudarse una temporada junto a él. La intensidad de todo lo que ocurre durante esos primeros setenta minutos de la serie jamás podría definirse como moderada. Ni a nivel emocional ni musical. El pasado mes de febrero, en el marco del Festival de Berlín, poco antes de que las salas de cine del mundo comenzaran a cerrar y el streaming se transformara en amo y señor del universo audiovisual, el prolífico Jack Thorne describió en una entrevista con The Hollywood Reporter el origen del proyecto. “El director y productor Alan Poul fue quien estuvo detrás de todo desde un principio. En aquellos tiempos, allá por 2013, Alan vio en el Festival de Sundance un cortometraje de un joven realizador llamado Damien Chazelle, Whiplash, y, casi al mismo tiempo, un show que había hecho yo llamado The Last Panthers y pensó que podría interesarme participar en una serie acerca de una banda. Poco después me envió una copia de Whiplash, que a esa altura ya era un largometraje, y fue allí donde pensé que debía trabajar junto a Chazelle”. Sin embargo, debieron pasar varios años para que los pasos del director y el guionista se pusieran en sincro; en el camino, el joven de Sundance se transformó en niño mimado de la industria y el guionista comenzó a desarrollar, entre otros proyectos, una serie de historias que darían como resultado final The Eddy.

Jazz en París

Los episodios 1 y 2, dirigidos por Chazelle, encuentran en la cámara en mano y el rodaje en 16mm dos pilares esenciales para hallar un estilo propio, que los otros seis capítulos continúan explotando, aunque en prístino formato digital. El nombre de John Cassavetes aparece casi de inmediato como referente, y no sólo por los posibles lazos indirectos entre Elliot y el Cosmo Vittelli de Ben Gazzara en The Killing of a Chinese Bookie (ambos empresarios de la noche en aprietos económicos y de otra índole, más allá de las diferentes categorías de local). En esas dos primeras entregas, la cámara nerviosa y movediza del experimentado director de fotografía francés Eric Gautier fuerza al máximo los contrastes y el tono furioso de los rojos y azules. Esa particular característica visual, sumada al bellísimo grano del film, le aportan al arranque de la serie un delicado sostén, tanto en las escenas de diálogos como en las de los recitales que tienen lugar en el club. En una conversación reciente con Film Independent –realizada, como corresponde en esos tiempos, de manera remota–, Chazelle afirmó que “el combo de jazz y París me resultaba sumamente atractivo, pero además permitía redefinirlo o incluso reinventarlo. Porque cuando uno piensa en el jazz y en París de inmediato nos transportamos cincuenta años atrás, por lo menos, a fotos en blanco y negro con gente que usa boinas. Y aquí la idea fue hacer algo totalmente contemporáneo en una ciudad que ha tenido enormes cambios durante la última década”. Thorne detalla aún más esos vínculos artísticos y culturales y los relaciona con cuestiones urbanísticas y sociales: “Creo que lo que realmente le interesaba a Damien era la nueva ola de los años 60. Pensamos en eso todo el tiempo, pero el trasfondo tenía que ser contemporáneo. (…) La historia es sobre un club de jazz en las afueras del círculo central de París, justo en los márgenes. Así que, más allá de las relaciones entre los personajes, la serie también trata sobre el funcionamiento de la ciudad y de cómo el crimen, la música y la supervivencia cotidiana se entrelazan”. La París de The Eddy no es la capital turística de la Torre Eiffel o los Campos Elíseos (aunque la primera puede verse de lejos en un par de planos) sino un espacio urbano de múltiples capas, de bares nocturnos y plazas donde las banditas de jóvenes venden drogas, justo ahí detrás de La Petite Ceinture. Una urbe de comisarías y departamentos tipo pajarera, de mezquitas sonorizadas por obras en constante construcción, de barrios donde el francés no es ni por asomo el único idioma que se escucha en la calle. Una zona que Chazelle, a pesar de haber nacido en Rhode Island, conoce muy bien, ya que vivió allí durante una buena parte de su infancia.
Existen al menos dos o tres momentos musicales en cada uno de los episodios, aunque de ninguna manera es posible definir a The Eddy como una “serie musical”: el contexto, la diégesis, señalan rigurosamente la aparición de los compases, los instrumentos y las voces. Allí el cuidado parece haber sido absoluto. La banda de sonido fue creada especialmente –excepciones hechas, desde luego, de los estándares de jazz que suenan en varios momentos– por los compositores y productores Randy Kerber y Glen Ballard, una mixtura de jazz contemporáneo, ritmos de fusión e incursiones en baladas más tradicionales, todas ellas interpretadas por músicos profesionales y tomadas por la cámara y los micrófonos en vivo y en directo. El resultado en pantalla –en particular durante los episodios rodados en 16mm– es similar al de los registros musicales de los años 70, con sus imágenes granulosas logrando una cualidad casi íntima, algo muy diferente a las imágenes actuales en calidad de ultra alta definición. “Todo eso implicó una compleja ingeniería de rodaje que no es usual en las series de televisión”, detalló Thorne en la mencionada entrevista, “pero también hizo que el proceso de casting de los miembros de la banda fuera más difícil, porque no sólo debían incluir ciertas cualidades ligadas a lo actoral y a cómo se complementaban sino que, además, debían aprender a tocar juntos para que las tomas en vivo pudieran filmarse. Una cruza de carisma en pantalla con un conocimiento musical que resultaba absolutamente indispensable”.
Una inesperada tragedia (que no conviene revelar aquí) golpea con fuerza a los personajes hacia el final del primer episodio y esa pérdida irreparable acompañará el resto del relato, hasta el final. El guion de Thorne incorpora elementos muy cercanos al melodrama y otros que podrían formar parte de una saga policial, pero el compuesto aglutinante no deja de ser el ritmo, que a pesar de los diversos acontecimientos siempre logra aplazar los apuros innecesarios. El personaje de Amira, interpretado por la actriz Leïla Bekhti –esposa de Tahar Rahim en la vida real–, cobra importancia central en el tercer episodio, dirigido por la francesa Houda Benyamina. En varias escenas de ese segmento pueden advertirse las influencias del cineasta Abdellatif Kechiche, al menos el de su primera etapa –con películas como Juegos de amor esquivo y Cous Cous, la gran cena–: el concepto de un tapiz de personajes y su interacción como representación dramática de la estructura compleja y multicultural de una ciudad como París. Y que aquí, lógicamente, tiene al jazz como expresión sublimada de esas hibridaciones, siempre en constante evolución. Al fin y al cabo –y la serie parece afirmarlo sin decirlo en voz alta–, luego de Nueva York, París fue la ciudad donde el jazz brilló con mayor fuerza en sus años de gran creatividad y evolución, desde la década del 30 hasta la del 70. Mientras tanto, en “el Eddy” los conflictos arrecian y las peleas y disoluciones están a la orden del día, como así también las reconciliaciones, definitivas y temporales. La idea de una banda de música como familia extendida comienza a adquirir un sentido intenso, con todas sus disfuncionalidades expuestas en carne viva. Está aquel que no logra abandonar definitivamente la heroína, aquella que parece incapaz de decidir sobre su propia vida sin sufrir constantes tropiezos e incluso aquel otro (Elliot, desde luego) que tiempo atrás decidió nunca más sentarse al piano frente a un público. A todos, sin embargo, parece embargarlos un idealismo a prueba de balas, un “se fuerza la máquina” imposible de doblar y, menos aún, de quebrar. Eso no impide que en un gig bien pago, una fiesta de casamiento al aire libre, el sexteto se entregue a las mucho menos sofisticadas melodías de la canción popular. “Esa música que haces es…”, le dice Maja a un exitoso cantante pop con tres décadas de carrera, interpretado por el franco-turco Tchéky Karyo. “Una mierda”, completa el hombre sin inmutarse, “pero es lo que la gente quiere escuchar”. Esa subtrama le permite a Thorne incluir eventualmente la enésima variación de la “escena del aeropuerto”, aunque aquí el romance es reemplazado en parte por las necesidades profesionales. Una escena que, din dudas –merced a las nuevas reglas de protocolo sanitario–, desaparecerá del cine y de la tevé durante un buen tiempo. A pesar de su furiosa contemporaneidad, The Eddy es también un recuerdo de otros tiempos.